Caracas ya no me
quiere.
Me encantan las
novelas que se leen por cómo están escritas más no por lo que pasa. Tokio ya no
nos quiere es una de esas, donde Ray Loriga hace un reflejo de la mente de un
hombre que consume todas las drogas que le caen en sus manos, haciendo
repeticiones y redundancias, que vuelan como el humo del tabaco.
El escritor nos
instala en la mente desquiciada del protagonista, para que veamos con sus ojos,
asumamos sus reflexiones y esperemos que la vida pase, haciendo que el lector
se embarque en un viaje absurdo hacia los confines de la cabeza de ese hombre,
sin saber qué es real o no, tan siquiera si realmente está (mos) vivo (s), a
través de una prosa lúcida y soterrada en los adentros de la conciencia, con la
que Loriga consigue describirnos ese mundo ficticio y real en el que es posible
contener a una madre muerta de un televisor, o borrar de tu memoria tantas
neuronas como quieras, colocándonos en la psique de un hombre que no logra
olvidar a esa mujer que lo atormenta; porque hay cosas que no pueden olvidarse,
ya que una vez que se sienten, nunca se van del todo, como el amor y la mujer
que él guarda, que le da el hilo argumental a la novela.
Ray Loriga describe
las ciudades, las calles, el ambiente, los hoteles, su viaje sin sentido hacia
la nada, cómo el tiempo se detiene y cómo está harto de perseguirlo, ya sin
conciencia, donde los minutos son páginas centrales de un libro que se consume,
en una dimensión temporal con un personaje gris, porque sin memoria no hay
tiempo, y sin él no somos ni viejos, ni jóvenes, no somos nada, tal y como le
ocurre a los personajes de este libro que borran sus conciencias por traumas,
intentando extirparse la idea de la fatalidad, que ven en la muerte que conocen
desde el momento en que nacen, donde la droga consiste en olvidar que son y que
existen.
Es así como esta
novela (publicada en 1999) propone una crítica a ese futuro cercano y
cuestionado para la época, donde se miraba con resquemor al futuro, por miedo a
que en los 2000 se tirara por la borda todo el progreso que el siglo XX hizo,
que cada día cobra más sentido, pues se plantea lo insustancial, lo artificial
y la futilidad de vivir sin recordar lo que te hace ser como eres, ya que al
borrar el dolor, no hay nada, solo una imposibilidad para distinguirte de otro
reflejo en un espejo, mostrando la uniformidad para alcanzar la felicidad.
Es por ello que el
escritor introduce un personaje que vende drogas de las que no se puede alejar,
pues destruyen la memoria y evitan que cargues con malas experiencias para toda
la vida, de las que él tiene mucho que decir y mucho que olvidar, cayendo en
las manos del producto que vende, poniendo como objetivo final el olvido y la
tragedia que supone destruir los recuerdos, mostrando sexo en solitario, en
pareja, en grupos, con drogas blandas, duras, de colores, en pastillas,
líquidas, viajes por carretera, que llevan a un final lleno de imágenes
nostálgicas y explicaciones interesantes sobre todo lo que acabamos de leer,
con un carácter de ciencia ficción propia del escritor, muy cercana al
presente.
Loriga hace hincapié
en los miedos del presente amenazados por signos preocupantes de
deshumanización, esquematizada dentro del esquema de un libro de viajes, donde
el narrador y el protagonista dan su visión de las experiencias vividas en su
paso por Arizona, Berlín, Madrid, Bangkok, Vietnam y Tokio, donde el hijo de un
ex alcohólico y una artista de circo recorre dichos países, vendiendo sus “amputaciones
neuronales”, planteándose interrogantes al estilo ¿cómo se llena el agujero que
dejan los recuerdos? ¿qué futuro se construye sin pasado? Y ¿quién maneja una
sociedad desmemoriada? Con angustiosas respuestas que quedan en el aire, que se
han encarnado en las apetencias voraces del capitalismo, concluyendo que Tokio
ya no nos quiere, pues es allí donde el
protagonista convivió con “ella” y experimentó el temor a que “El dueño de la
química sea el dueño del presente”, dando una visión de un futuro .
En definitiva, una de
las obras más representativas de la narrativa de finales del siglo XX que busca
la construcción de una visión “cosmogónica y romántica” de la pérdida de un mundo
deshumanizado, donde Loriga acribilla al lector con frases mortales, que te
dejan herido de muerte y condenado a seguir el hilo de esta novela de amor
condenada al fracaso, que interpreta la herencia de una culpa que no nos
pertenece y un perdón que nunca llegará.
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