Elena Poniatowska se
dedicó a escuchar múltiples voces con respecto a lo sucedido en México en
octubre del ’68. A través de protagonistas indiferentes, solidarios,
quejumbrosos o airadas, compuso un testimonio colectivo que relata los hechos,
desde cualquier punto de vista, convirtiendo al lector en un testigo de algo
que le concierne y le reclama. Toma estudiantes, obreros, padres, madres,
profesores, empleados, soldados e incluso hombres de estado, para construir una
sociedad mexicana que narra los acontecimientos y que, más allá de emitir un juicio
general, recoge la experiencia misma y el recuerdo que muchos comparten.
En las páginas de La
noche de Tlatelolco, las palabras vibran con un tono oral, pues es un libro
que, más allá de leerse, no podemos dejar de oír. Cuenta de manera muy cruda la
represión, las torturas, las humillaciones, el miedo, la angustia, la rabia y
la tristeza, que me desmoronó por completo, pues parecen ser los ecos de una
Venezuela en la que vivo.
Una donde, así como
en el libro, quienes resisten ya no sienten lo “duro” sino lo “tupido” de los
golpes que reciben, revelando así lo crudo de la cuestión, más allá del número
de desaparecidos. La autora demuestra la manera en la que los estudiantes
podemos tener voz, con la unión de las fuerzas inferiores, para acabar con
aquellos que aplican la fuerza y el control contra la justicia, dejando fresca
la herida y la sangre pisoteada de cientos de personas donde pronto brotarán
flores entre las ruinas y las tumbas.
A través de breves
respuestas, se construye un mural que clama un compromiso social y que se
constituye a través de las voces de los pilares de una revolución social. Con
una sencilla prosa coloquial, la autora recoge la valentía y las emociones de
los rebeldes en una noche de sangre y fuego, que marcó la historia de un país y
que me cala hondo, en particular, por la lucha que vive mi país. En definitiva,
un libro que escurre dolor y que me dejó con la moral por el suelo.
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