Agarrar
metro en Caracas es una Odisea. Y hacerlo, parece convertirse en un bucle de acciones
repetitivas y de personajes desdoblados una y otra vez que me persiguen para
querer acabar conmigo. Lo cierto es que
uno en el metro lo ve todo, desde esa pequeña parcela del mundo se puede
construir un mosaico de cada espécimen que habita el universo. Por eso, yo
evito montarme en ese tren del inframundo que poco a poco va socavando a
Caracas y sacando de ella sus peores males, encarnados en individuos que
transitan hartos del entorno y alejados de un bien común.
Sin embargo,
cuando no tengo otra escapatoria, me enfrento al horror de adentrarme en ese
abismo subterráneo que cruza mi ciudad sin ningún remordimiento. Ya no recuerdo
qué día era, pues a diario se repite la misma faena: miles de personas
corriendo de un lado para otro, empujándose, sin sentir el más mínimo ápice de
empatía por los demás, acompañados de vendedores de cualquier cosa que te
puedas imaginar, que repiten sin cesar los mismos eslóganes baratos para poder
vender y que te persiguen, así como los pedigüeños, arrechos porque ya nadie
les da ni medio, y los malandros, siempre a la espera para atacar.
Por eso, en la
estación, antes de que llegue el tren, los caraqueños se introducen en una burbuja
que no les permite ni ver, ni oír, ni oler, ni mucho menos sentir nada de los
que lo rodea y así poder sacar su instinto más animal para luchar por un puesto
y un vagón con aire acondicionado. Dentro, nadie se inmuta ante lo que pasa, es
más, se puede caer el mundo y el metro de Caracas seguirá dando la hora, sin
importar qué pase, y nosotros, mudos, ciegos y sordos seguiremos asintiendo sin
el más mínimo rastro de raciocinio.
La línea tres,
o mi peor enemiga, me conduce a mi casa cuando no me queda de otra y me toca
montarme en el metro muy a pesar. Venía de la universidad, eso sí lo recuerdo,
porque además tenía puesta, muy orgullosa, mi camisa del pedagógico que tanto
me gusta, con el peso del conocimiento sobre mi espalda, que me niego a
descargar en el suelo, no vaya a ser que las alimañas se lo coman.
Se acercaba el
momento de la batalla, ya se veían las luces del tren. En sus marcas, listos,
fuera. Yo, como siempre, apartada del resto, dejo que ellos se maten mientras
yo los observo. Ya montada, empieza el típico sonido y el vaivén, producto de
los frenazos de un conductor novato, que tampoco cuenta con los pesares que
cargan los vagones de la máquina que conduce. Avanzaba con la total
regularidad, en un perpetuo silencio, que de vez en cuando se rompe con
promociones balurdas de chucherías que ya nadie puede comprar.
Pero como en
Caracas nada puede ser perfecto, el tren se detiene en la mitad del túnel de El
valle y los cuarenta minutos más largos de mi corta vida comienzan a pasar
mientras mi mente vuela imaginando situaciones remotas para acabar de una vez
por todas con el sufrimiento de montarse en el metro. Comienza a faltarme el
aire, me supongo que es porque ya estoy más cerca del infierno, ya no siento
las piernas de estar tanto tiempo parada y mi espalda comienza a quebrarse
porque ya no soporta el peso de los libros. Harta y a punto de pegar un
estruendoso grito que rompa con la aparente normalidad con la que quienes me
rodean toman la situación, una operadora habla, como si estuviera narrando
tremenda hazaña, para decirnos que se abrirán las puertas del vagón y que
caminaremos por dentro del túnel hasta llegar a la próxima estación.
Anonadada, veo
como las hordas de gente comienzan a salir, celebrando una victoria que ni
comparto, ni entiendo. Corren por los pequeños pasillos, entre las aguas del
Aqueronte y la Estigia, cubiertos de los fluidos de Lete, conducidos por
Caronte que los convence de que todo pasará, mientras se rodean de ratas,
cucarachas y un sucio hollín que nos cubre a todos de negro, para marcarnos
como miserables de una misma tragedia.
A lo lejos,
comienza a escucharse un murmullo, al voltearme, veo una figura lánguida,
insípida, gritando: ¡yo tengo la caja de pandora!, ¡corran por su vida!, ¡la
voy a abrir y nos vamos a morir todos! Los mortales, ilusos y asustados, corren
por los pasillos de la desgracia, sucios, malolientes, con el miedo de morir en
un túnel, atrapados por los más oscuros males agrupados en un pequeño maletín, sin
darse cuenta de que Caracas ya acabó con ellos.
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